Siempre me pareció una aberración dejar el folio en blanco
aunque me sienta culpable por la deforestación de nuestros bosques. Mis
contradicciones siempre han sido así, un poco absurdas.
Hace ya tres días, dos polvos, un café y trece cigarrillos
esto iba a ser una carta de despedida. Desde entonces no he dejado de buscar
excusas para no devolverlo a su sitio original, como si fuera otro trozo de
papel más al que aún no he matado.
La primera noche ni me percaté de su presencia, quizás había
olvidado cual era el objetivo de permanecer sentado la madrugada de un jueves
cualquiera en aquella vieja mesa. Quería quitarme la vida. Sería como dejar la
bebida pero de golpe, nada de sufrir el mono ni las náuseas típicas de una
mañana de resaca.
Entonces fue cuando encontré mi vieja libreta de poesía,
estaba hecha un desastre, pero lo cierto es que nunca se me ha dado bien lo de
conservar las cosas, y así me ha ido en el amor. Aún recuerdo el último verso
que vomité en aquella libreta "Que por más que duela, y con dolor, si
vuela, no ha de volver"; se lo dediqué a mi amor de la universidad, mi
primer amor, la chica que volaba.
Desde entonces no había vuelto a escribir nada y todo empezó
a ir cuesta abajo. Abrí la libreta con la intención de repasar por última vez
mis poesías, lo único que dejaré al mundo, y lo hice con calma, de todos modos
a la mañana siguiente no tenía planeado madrugar. Saqué el vino más caro que
tenía y me lo serví en una copa de cristal que borrase el sabor a cartón que
tenía impregnado. Me disponía a leer.
Cuando por fin alcance la última página y volví a leer ese
verso que me había acompañado durante mi breve existencia recordé que nunca se
lo había enseñado a nadie. Era un poema incompleto, sin final. Habían pasado catorce
años y ella aún no sabía que había sido la causa y destrucción de mi pequeña
etapa de artista literario. Definitivamente no podía abandonar mi vida de esta
forma tan cobarde, necesitaba encontrarla y entregarle algo que le pertenecía y
que yo estaba deseando desprenderme.
Cogí mi chaqueta y cerré la puerta de un portazo, bastante
brusco para molestia de mi vecina, una anciana que vivía sola con sus perros y
que de vez en cuando era visitada por su hijo menor, el cual tenía mejor
aspecto que yo aunque fuera solo tres años más joven.
Al salir del portal del edificio no recordaba que no eran
horas para ir a visitar a nadie, que los autobuses no pasaban desde hace algo
más de tres horas y que no tenía ni la más remota idea de donde se encontraba
ella. Cosas de la noche y el vino.
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