a la permanente tristeza del olvido,
a la imborrable permanencia del recuerdo,
a la contradicción intermitente de lo vivido;
a los cambios, las pertenencias y las huidas.
Acostumbrarlo a las salidas cobardes
y a las decisiones valientes.
Acostumbrar la vida a la muerte, y viceversa;
a los fracasos, alegrías y sus plumazos,
que se esparcen como balas en las sienes
e invocan desiertos permanentes de arena y sal.
Con dolores permanentes,
aguaceros permanentes
y cuerpos imperecederos,
que sobreviven a la muerte
y la llaman por su nombre.
Acostumbrar al amor a la sed,
a la sequía y las malas cosechas.
Acostumbrar a la ausencia de su ausencia;
acostumbrarla de las obligadas
y las autoimpuestas,
también de las devenidas.
Acostumbrarse a la costumbre,
con su dolor, su muerte y su tristeza;
acostumbrarse a la sonrisa
como un reflejo del alma,
también a su ausencia
después de haberla perdido.